¿Mandarías a tu hija a Marte?
Imagínate esto: tu hija de diez años te pide permiso para unirse al primer asentamiento permanente en Marte. Lo ha decidido ella misma, motivada por su amor al espacio y porque todos sus amigos también quieren ir. Aunque el proyecto promete una vida emocionante en otro planeta, hay muchos riesgos: radiación peligrosa, baja gravedad y cambios físicos irreversibles. ¿La dejarías ir?
Seguramente, la respuesta sea que no. No porque no confíes en sus sueños, sino porque ningún padre sensato arriesgaría la salud y el desarrollo de su hijo en un entorno tan desconocido. Pero aquí viene la gran pregunta: ¿no estamos haciendo algo similar al permitir que nuestros hijos crezcan en el “Marte” digital que hemos creado? Jonathan Haidt, en su libro The Anxious Generation, nos invita a reflexionar sobre cómo hemos transformado la infancia en un experimento incontrolado.
Una nueva infancia en un mundo digital
Desde los años 80, nuestra forma de criar a los niños ha cambiado radicalmente. Pasamos de una infancia basada en el juego libre y las interacciones cara a cara, a una infancia dominada por las pantallas y las redes sociales. Según Haidt, este cambio empezó a acelerarse a partir de 2010, cuando el acceso a smartphones y redes sociales se volvió casi universal entre los adolescentes.
La infancia, que solía ser un periodo de juego físico, desafíos sociales y autonomía, se ha convertido en algo muy diferente. Hoy en día, los niños y adolescentes pasan horas al día en redes que les animan a crear una versión idealizada de ellos mismos, mientras luchan contra un constante flujo de críticas y comparaciones. Como dice Haidt, es como si hubiéramos enviado a toda una generación a vivir en Marte: un entorno emocionante pero lleno de peligros que ni siquiera comprendemos del todo.
Dos grandes errores que hemos cometido
Haidt identifica dos problemas clave en la forma en que hemos tratado a los niños y adolescentes en las últimas décadas:
- Sobreprotección en el mundo real: En nuestro afán por protegerlos de riesgos físicos, hemos eliminado gran parte de su autonomía. Ya no juegan solos en el parque, ni experimentan pequeñas derrotas que les preparan para la vida adulta. Esta falta de experiencias reales dificulta que desarrollen resiliencia y habilidades sociales.
- Subprotección en el mundo digital: Mientras restringimos su libertad en el mundo físico, les damos un acceso casi ilimitado al universo digital. Aquí, las normas son inexistentes y los riesgos son psicológicos: adicción, falta de sueño, fragmentación de la atención y, especialmente, un aumento alarmante de la ansiedad y la depresión, sobre todo en las chicas adolescentes.
¿Cómo llegamos aquí?
El problema no surgió de la noche a la mañana. Haidt señala que los cambios tecnológicos de finales de los 2000, como la llegada del iPhone en 2007 y la popularización de las redes sociales con botones de “me gusta” y “compartir” en 2009, marcaron el inicio de esta transformación. Antes, las redes eran herramientas para mantener el contacto con amigos; ahora son plataformas que fomentan una constante búsqueda de validación externa.
Las chicas, en particular, han sufrido un impacto desproporcionado. La llegada de cámaras frontales en 2010 y el auge de Instagram en 2012 transformaron las redes sociales en escaparates de vidas cuidadosamente editadas. En lugar de jugar o socializar en persona, pasaron a invertir gran parte de su tiempo gestionando su “marca personal” en línea, con el riesgo constante de ser juzgadas o excluidas.
Consecuencias de la infancia en Marte
El resultado de esta transformación es claro: la salud mental de los adolescentes ha empeorado significativamente. Desde 2010, los índices de ansiedad, depresión y autolesiones han aumentado de forma alarmante, especialmente entre las chicas. Aunque los chicos también están afectados, su experiencia suele centrarse más en el consumo excesivo de videojuegos y pornografía, lo que puede llevar a problemas de motivación y dificultades para asumir responsabilidades en la adultez.
Haidt llama a este fenómeno “El Gran Reajuste de la Infancia”. No se trata solo de un cambio en la tecnología, sino de una transformación profunda en la forma en que los niños y adolescentes interactúan con el mundo. Y los efectos no se limitan a ellos: los adultos también nos hemos vuelto más distraídos, agotados y dependientes de las pantallas.
¿Cómo podemos arreglarlo?
Haidt propone cuatro reformas sencillas pero efectivas para revertir este daño:
- Nada de smartphones antes de la secundaria: Los niños no deberían tener acceso completo a internet antes de los 14 años. En su lugar, se pueden usar teléfonos básicos que permitan comunicarse, pero no engancharse a las redes.
- Prohibir las redes sociales antes de los 16 años: Esto permitiría que pasen los años más vulnerables de su desarrollo cerebral sin el estrés de las comparaciones constantes.
- Escuelas libres de teléfonos: Los dispositivos deberían guardarse durante la jornada escolar, permitiendo a los estudiantes concentrarse en sus estudios y relaciones en persona.
- Más juego libre y autonomía: Los niños necesitan tiempo y espacio para explorar, arriesgarse y aprender de sus errores en el mundo real.
Un cambio que empieza contigo
La buena noticia es que estos cambios no requieren grandes inversiones ni legislaciones complicadas. Empiezan en casa, con decisiones conscientes de los padres y comunidades. Como dice Haidt, si actuamos juntos, podemos ver mejoras significativas en solo dos años. Pero necesitamos empezar ahora, porque el mundo digital no va a esperar. Con avances como la inteligencia artificial y la realidad aumentada, el “Marte” digital se vuelve cada vez más inmersivo y adictivo.
¿Podemos traerlos de vuelta a la Tierra?
No es tarde para recuperar una infancia más saludable para nuestros hijos. Pero requiere coraje y acción colectiva. Como nos advierte Haidt, debemos proteger a las nuevas generaciones de los peligros del mundo virtual y darles la libertad y las herramientas para prosperar en el mundo real.
Porque, al final, lo que está en juego no es solo su salud mental, sino el futuro de nuestras comunidades y relaciones humanas. ¿Estamos listos para actuar?